Hace unos días escribí un pequeño texto con el cual estoy compitiendo en un concurso literario estilo libre. Se llama “Año nuevo”. Si te gusta estaría agradecido de recibir tu apoyo a través de un voto. Click aquí.
Año nuevo.
Comenzaba el mes de enero en Mayoa, era un día caluroso y la superficie de los estrechos caminos rurales estaba aún húmeda e irregular debido a la lluvia que caprichosamente había caído la noche en que se celebraría el año nuevo. Era una tarde solitaria, no había señales de vida en las calles, ni en los viñedos, ni en las plazas, ni en las casas, ni en ninguna parte. Más bien parecía una tarde triste, desoladora y mustia. De tanto en tanto se divisaban pequeños charcos de agua que rápidamente se iban secando. La pequeña parroquia de adobe que se encontraba en el centro del pequeño pueblo tenía sus puertas abiertas de par en par, como si se fuere a realizar la ceremonia que comúnmente se celebraba el primer día del año. Dentro del viejo edificio había una docena de candelabros que soportaban unas pocas velas que aún no se consumían y arreglos florales que estaban hechos a la mitad, como si se hubiesen dejado así para terminarlos esa misma mañana horas antes del evento religioso.
Cerca se encontraba la compañía de bomberos, no había carros dentro de ella, pero tampoco había fuego ni rastros de un incendio en la localidad ni en los campos cercanos, sin embargo, el aire se sentía denso y parecía gris.
La plaza de armas, que sería el lugar en donde los pueblerinos festejarían el cambio de año, estaba decorada con banderas, faroles y lienzos con mensajes que hacían alusión a la festividad. Todo estaba intacto, nadie celebró nada, simplemente el silencio era quien se hacía presente en esta fiesta que no tuvo lugar.
Alejadas del centro de Mayoa se ubicaban las espaciosas casonas de los dueños de fundo. Eran grandes construcciones que se emplazaban en medio de amplias hectáreas de tierras en las que los temporeros y otros peones vivían de la agricultura y de los animales. En estos lugares se levantaron toldos, todos llenos por dentro de mesas bien adornadas con finas lozas de porcelana traídas de la capital y del extranjero. Muy pocos llegaron a estas reuniones y, los que lo hicieron, no probaron más que un par de copas de vino y uno que otro aperitivo.
En los cielos se veían aves cruzar el pueblo de un lado a otro, algunas bajaban y se posaban sobre los tejados de las casas, otras simplemente desaparecían en la lejanía. También habían perros, la mayoría de ellos deambulaban cerca de los portales de los hogares que alguna vez pertenecieron a sus amos... parecían irritados, o más bien desesperados en búsqueda de la presencia de los hombres, no obstante ello, sus agudos sentidos no los llevaban a un destino feliz.
El viento, el follaje de los árboles, el aullido de los canes y el golpetear de las puertas entreabiertas entonaban un himno deprimente: jamás la historia de la humanidad conoció una canción tan extensa y lóbrega, y jamás ella tendría la posibilidad de escucharla. Esta nefasta tonada se hacía cada vez más fuerte a medida que avanzaban las horas y los días, hasta que el silencio la sosegó con su ineludible aparición: tal fue la hora del segundo movimiento de esta ya insufrible sinfonía, el momento en que el hombre y la mujer fueron proscritos de la memoria de la tierra, el instante en que los dioses y las convenciones dejaron de existir.
Unos seres fantasmales se dirigían cansados hacia la iglesia, iban arrastrándose, como tratando de redimirse de la culpa que jamás se quitarían de los hombros. Otras ánimas se trenzaban en puñetazos: imágenes de hombres, mujeres y niños golpeándose los unos a los otros: todos intentaban culpar al resto, pero ello era inútil, así estarían por la eternidad, mutilándose infinita y descarnadamente; libraban una guerra sádica, observando como la historia de la tierra cambiaba a cada instante y con cada ciclo de luz y oscuridad, como las aves volaban haciéndose dueñas de sus tejados, como los perros se tornaban salvajes y como los campos florecían en lo que alguna vez fueron infértiles plazas y caminos.
Un día se dejó caer el manto de una noche quieta, llena de estrellas sin nombres y de insectos de rojizos colores que parecían suspenderse en el aire como si estuviesen clavados con alfileres. De lo alto se veía descender mediante ágiles pero delicadas piruetas y de estrella en estrella, una figura difusa y celestial. Parecía gozar de la templanza que le sugería el paisaje nocturno y sus vivas luces; así, seguía su descenso. Transcurridos miles de años y una vez éste dio su último salto hasta llegar a la cima de un cerro, fijó su mirada en una llanura en donde los espíritus de los hombres y las mujeres aún continuaban erigiendo su averno de desgracia y odio. La forma etérea se condolió ante tal deleznable muestra de barbarie y decidió obsequiarles el don del arrepentimiento. Cuando eso ocurrió, el sol comenzó a aparecer por las espaldas del compasivo ser y este se disipó entre las rocas del monte.
A partir de ese acaecimiento las noches y los días comenzaron a durar cientos de veces más; durante los días los ríos se evaporaron en cuestión de años, el mar se volvió un estanque gigantesco, sin corrientes ni oleaje ni peces; la vegetación se volvió yerma y el infierno acaparó para sí los bosques y cobró la vida de toda especie animal que se atreviese a hacer el más mínimo intento de sobrevivir a ese dantesco fenómeno. Durante las noches se congelaban las aguas y fue el fin de lo poco que todavía quedaba con vida.
Por millares de años las almas de los hombres no hacían más que lamentarse al contemplar el sacrificio que significaba para las bestias y las plantas el perdón a su egoísmo y a su falta de amor. En sus mentes sabían que estaban siendo obligados a ser testigos de lo que hace años, cuando eran los jerarcas del planeta, ellos hacían a ciegas con su entorno.
Tal fue el último castigo que el Universo propinó a la raza humana.